sábado, 29 de agosto de 2009

PERLA


Perla entra al “Mesón de la abundancia” y nadie la molesta. Una canasta con membrillos seduce su mirada y va hasta ella para tomar uno y sale corriendo. Los comensales sonríen. Cruza la calle empedrada que huele a lluvia y se detiene frente a un letrero donde se anuncian “micheladas” y “cheladas” bien frías. Recorre el diseño de las letras con sus dedos morenos. Ha salido de nuevo el sol y su vestido largo es un destello de alegría. La sigo con la mirada y ella sabe que la veo. Sonríe. Sus ojos revelan una inocente picardía y vuelve a correr hasta llegar a “La esquina chata” de donde más tarde sale con una rebanada de tarta italiana. Vuelve hacia mí sonriente y entonces apunto el lente de mi cámara para tomarla. Ágilmente salta y se esconde en la tienda de abarrotes. Sale de nuevo, se acomoda su paliacate amarillo en la cabeza y yo apunto a mi objetivo, que ya para entonces me ha cautivado su traviesa figura. Da un giro intempestivo cuando disparo y la imagen es un manchón de colores en movimiento. Pero sigue corriendo hacia mí burlándose pícaramente y a cada flashazo evade con gracia mis intentos. Entonces le suplico: “déjame robarte una foto”. Ella se planta frente a mí y me dice: “bueno, pero si me das cinco pesos”. Acepté el trato y entonces se quedó quieta y sonriente. No fue una, fueron diez tomas que aceptó de buena gana. Y no fueron cinco pesos, fueron veinte y una memorable conversación con Perla, hija de huicholes artesanos que decidieron establecerse en Real de catorce para que pueda ir a la escuela porque en su comunidad indígena (en la sierra de Nayarit) las escuelas quedan muy lejos, a más de tres horas de camino, y no siempre van los maestros, dice su padre, quien se llama Marciano. Su madre vende pulseras, collares, gargantillas y figuras multicolores de gran trabajo artesanal sobre una mesita en contraesquina del “Mesón de la abundancia”. A esta altura de las montañas del altiplano potosino, el desierto no ofrece muchas opciones. El sol dora la piel y el cielo es tan azul bajo el amparo de San Francisco de Asís. En este ambiente Perla experimentará su primer año escolar. Ojalá esa chiquilla no pierda el encanto de su naturaleza indígena ni su lengua.

ÁNGELA ASUNCIÓN

La seducción del puente radica en esa sensación levitante que genera la libertad del aire. No hay barreras. El viento es una caricia macabra que besa las mejillas, abomba un poco la blusa al meterse entre las empuñaduras de las mangas, el cuello y los espacios entre los botones. Invade. Empuja un poco venciendo la escasa resistencia de la suicida. Abajo serpentea un río contaminado y los árboles sobreviven a la polución. Los carriles de otras vías exhiben su geometría retorcida de accesos, descensos y ascensos. Una imagen intrincada de destinos y rutas. Más allá está el horizonte ensombrecido por los celajes matutinos del invierno. Un pobre sol asoma tímido, como negándose a salir, a atestiguar el acto de inmolación de una joven mujer. Detrás los vehículos pasan en estampida y la ciudad deja las sombras de la noche apagando sus luces mercuriales para dar paso a un nuevo día. El memorable día de Ángela Asunción que contestó amable el saludo de un ciclista, que pasaba junto a ella, antes de lanzarse al vacío y volar hacia el cielo.

martes, 4 de agosto de 2009

ALMA

A la pobre luz de un foco de cuarenta wattts, en esta celda, escribo y confieso mi delito. La busqué cegado por la fe y no encontré nada, sólo tripas, sangre y órganos tibios. Descendió del metro en estación Anaya y la seguí bajo las sombras mortecinas de las bodegas y fábricas de esta ciudad envejecida y herrumbrosa. Tenía cierta belleza divina, rodeada de un aura celestial que la hacía resplandecer en el invierno gris de enero.
En el portón desvencijado de un taller automotriz, me lancé sobre ella con la sagacidad de un felino atrapando a su presa. Apreté el cuello y le tapé la boca con mi mano derecha. Al cabo de un minuto sentí el peso muerto de su cuerpo. La arrastré hacia el interior y en el asiento trasero de un Falcon 69 comencé a desvestirla. Respiraba bajito, como retomando vida. Até sus extremidades y amordacé su boca, pero ella seguía acalambrada por el terror y el frío. Tenía la mirada triste y moribunda. Mi navaja trazó una línea recta desde el cuello hasta el nacimiento de su sexo. La sangre olía a fierro oxidado y brillaba sobre la blanca piel de aquella mujer en la que esperaba resolver un misterio divino. Estuve atento y no logré ver que escapara nada, sólo sangre y un hedor insoportable. Busqué. Removí sus órganos palpitantes. Sentí el último latido de su corazón y descubrí su falsedad, Padre Gómez; no es cierto lo que nos dice en el seminario. Ya basta de mentiras piadosas y de tanto sermón alucinante. Los humanos no tenemos alma, sólo sangre y un estúpido corazón que apesta.